lunes, 7 de julio de 2014

24.- Antiguo Régimen

         Como este escrito persigue solamente poner de manifiesto momentos cruciales de esta permanente lucha por la soberanía, me permitiréis un salto llamativo en las páginas de la historia.
            Durante una larga etapa que va desde el s. XVI al XVIII en Europa impera la Monarquía Absoluta. En algunos lugares sobrevive hasta bien entrado  el s. XIX. La monarquía absoluta del zar de Rusia perdurará hasta la revolución de 1917 que establecerá por primera vez en el mundo un sistema  comunista. Fue la más duradera en Europa. La mayor parte de las monarquías europeas, de forma real o, al menos, en apariencia, fueron compartiendo el poder con la sociedad o con parte de ella, representada en los parlamentos.
            En el mundo occidental ya sólo sobrevive una monarquía absoluta: el estado del Vaticano, una teocracia – poder otorgado por Dios- gobernada por un ser infalible –dogma de la infalibilidad del papa (cuando habla como tal está inspirado por Dios y su palabra es la ley)-, con aspiraciones imperiales, porque considera que el resto de los gobiernos le deben obediencia. Considera , además, que la verdad supuestamente revelada por la divinidad, debe anteponerse a las propias constituciones democráticas en cuanto a validez ética.
            El monarca absoluto, según la teoría imperante en esa época –subvencionada por el propio poder como es lógico-, sólo tiene derechos con respecto a sus súbditos. Ningún deber  deriva de su  condición de soberano. Se supone que tiene la obligación de realizar un buen gobierno, pero la definición de un buen gobierno era compleja en esos tiempos. Su poder absoluto emana de Dios; Dios en persona le ha otorgado el derecho de gobernar,  de ejercer todos los poderes sobre sus súbditos  –o contra muchos de sus súbditos, en ocasiones-: declarar la guerra y negociar la paz, administrar justicia, establecer los impuestos y recaudarlos, redactar e imponer nuevas leyes, nombrar funcionarios, acuñar moneda y fijar el sistema de pesas y medidas. Es decir, los poderes básicos de nuestra organización social: Legislativo, ejecutivo y judicial. Todo en sus manos y en las de sus colaboradores. Es decir, el monarca absoluto es el único que posee soberanía.
             El mantenimiento de esta injusta estructura de poder exige fuertes complicidades en la estructura social. Y el entramado social estamental sustenta el poder absoluto del rey amparado en una organización social que sólo distingue dos tipos de personas: privilegiados y no privilegiados. No son clases sociales, sino estamentos: grupos cerrados a los que se pertenece por nacimiento. Nadie puede cambiar de estamento durante su vida. Los privilegiados son los nobles, los descendientes de las familias que han conseguido títulos y tierras en las largas guerras de la Edad Media. Los privilegios también alcanzan  a los cargos eclesiásticos importantes,  reservados en general para los segundones de las familias nobles, puesto que título y tierras están destinados al primogénito para no debilitar con repartos el poder y la fortuna familiar en casi todas las regiones de Europa.
            A pesar de desavenencias puntuales y profundas entre el monarca y los nobles, como sucede siempre que hay intereses poderosos de por medio, el sustento del poder absoluto del rey estriba en la complicidad del estamento privilegiado. Les iba bien así.
¿Qué privilegios defendían?
            No pagaban impuestos, a pesar de ser el “capital” de la época. La riqueza se sustentaba en la propiedad de la tierra y la mayor parte de la propiedad estaba repartida en pocas familias en cualquier estado de Europa. Si aún quedaran dudas al respecto os invito a curiosear sobre las propiedades acumuladas por la actual  casa ducal de Alba, como prueba residual de los hechos históricos que analizamos.
            Les estaban reservados los altos cargos de la administración del estado y del ejército, y ya hemos consignado que también los de la Iglesia.
            Tenían tribunales –y castigos- especiales. Desde luego, más suaves y dignos.
            A poco que reflexionemos, es fácil establecer paralelismos con las presiones a las que hoy nos someten los privilegiados de hoy: “EE.UU entra en el limbo político ante la suspensión de pagos” (El país, 28-07-2011). Los ultras del movimiento Tea Party se niegan en redondo a la posibilidad de aumentar los impuestos a los más ricos. Los servicios sociales imprescindibles que fundamentan la existencia del propio estado moderno carecen de sentido para ellos. En general, la derecha europea es reacia a aumentar los impuestos a los más ricos, tilda de medida demagógica el impuesto a las grandes fortunas y las tasas sobre las transacciones financieras, convive razonablemente bien con los paraísos fiscales y recurre habitualmente a la subida de los impuestos indirectos para cuadrar las cuentas. La derecha no concibe el estado como el administrador de los recursos comunes en beneficio de la colectividad. Lo concibe básicamente como sustento de autoridad con la que defender privilegios o creencias. En parte, el descrédito de la izquierda europea se debe a que ha ido perdiendo la perspectiva del valor equilibrador del estado y ha adoptado políticas de derecha en los últimos tiempos.
            Si bien ya no mantiene que la autoridad del Rey provenga de Dios, el gran defensor teórico del absolutismo monárquico en el s. XVII es Thomas Hobbes y lo traigo a colación para justificar la afirmación que precede sobre la concepción que la derecha tiene del estado. Suya es la frase de que el hombre es un lobo para el hombre. Suyo el pensamiento de que la única cohesión social verdadera es el miedo que unos individuos sienten de otros. Suya la consideración de que el Rey debe tener un poder absoluto para defendernos a los unos de los otros. Cuando cualquier forma de gobierno reclama el poder absoluto poco podemos esperar de él. El Estado como garante del orden, pero no de la justicia social, hoy no nos basta. En realidad no ha bastado nunca, salvo para los privilegiados de cada momento.
            Los no privilegiados – el denominado Tercer Estado- son una amalgama social que incluye desde los muy abundantes mendigos, los asalariados,  el campesinado pobre, el campesinado medio, los artesanos, el bajo clero y una inquieta clase naciente al calor del comercio y los oficios liberales, la burguesía.
            El absolutismo monárquico lleva la semilla de su propia desaparición en esta injusta organización social. Será la burguesía precisamente, dueña de riquezas importantes desde el s. XIV en muchos lugares de Europa y que se ha preocupado por enviar a las universidades a sus propios hijos, la que comenzará en Europa la lucha por “su soberanía”; mira por sus intereses, desde luego, pero inicia en la edad moderna el largo recorrido que hemos tenido que realizar para conseguir una sociedad donde todas las personas sean iguales ante la ley. Y ha sido un largo proceso que, aun hoy en el siglo XXI, no ha alcanzado a todos los lugares de la tierra. Y según nuestras recientes experiencias parece en retroceso en estados democráticos donde parecía un principio consolidado.
      Los dos factores que se aúnan en el comienzo de este proceso serán la burguesía y la semilla de los actuales Parlamentos, que ya existían en tres países Europeos. En Inglaterra, el Parlamento propiamente dicho que ha prestado su nombre a los demás; en Francia, los Estados Generales; y en España, las Cortes Generales. No tenían las funciones actuales, ni por asomo. Eran órganos consultivos para el Rey. Se les consultaba ocasionalmente en asuntos de impuestos o de declaración de guerra. En realidad podían pasar decenas de años sin ser llamados a consulta. Tampoco tenían nada que ver con los parlamentos actuales en su composición  ni en el procedimiento de acceso.

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