martes, 27 de mayo de 2014

20.-¿Qué soberanía...?

        Francisco Bustelo, catedrático que fue de Historia Económica y Rector honorario de la Complutense  (El País, 8-08-11), refiriéndose al 15 M, dice experimentar motivos de esperanza, pero que los jóvenes no saben historia,  y  que habría que decirles que “el progreso, en ocasiones, se estanca pero siempre reverdece”.
       Probablemente es cierto, pero es siempre como consecuencia de la actuación humana. No se trata de sentarse a esperar que el progreso estancado – o en franco retroceso- cambie de ciclo por causas naturales. El progreso humano, en el ámbito de los derechos, no ha sido nunca consecuencia de un proceso natural. Ha costado mucho esfuerzo y, casi siempre, sangre. Y ahora hay quien quiere que los derechos que consiguieron nuestros padres con esfuerzo o con sangre los devolvamos, avergonzados, porque suponen un privilegio insostenible.
        En realidad casi nadie entre las personas que transformaron poco a poco la sociedad en la que vivimos sabía historia. Ni falta que hacía. El conocimiento de la historia no mueve a las masas en busca de un mundo más solidario, más equilibrado, más justo. Es la conciencia de las desigualdades injustas de una determinado grupo humano en un momento determinado. Quizá no sepan historia, pero la escriben. Un motor poderoso los ha impulsado cada vez: conseguir – o recuperar - su soberanía, su derecho a diseñar la sociedad en la que viven.
            ¿Y qué sabemos de ella?
           Realmente podíamos rellenar infinidad de folios con todo lo que hay publicado, pero simplificaremos. Sólo se trata de hacer comprensible la tesis de este escrito: en la estructura profunda de los acontecimientos que ha originado esta crisis plural estamos revisando la situación real de la soberanía popular en las circunstancias actuales y, sobre todo, su capacidad de modificar la situación.
      En resumen podríamos definir la soberanía como la capacidad –y el derecho- de gobernar o gobernar(se) una sociedad en una primera acepción. La segunda, cuando ya se desarrolla  el Derecho internacional, hace referencia a que un estado no debe depender de otro; a la independencia de unos estados con respecto a otros.
     Ambos conceptos están ahora mismo en entredicho. ¿Quién gobierna a los estados actualmente? ¿Podemos nosotros establecer las reglas de juego que nos permitan dar cuerpo real los derechos reconocidos en la Constitución del 78, vivienda, trabajo, servicios públicos…. en suma, un proyecto vital que satisfaga las legítimas aspiraciones de un ser humano y que garantiza la ley por la que nos regimos?
       Sí; ya lo hemos dicho. Se trata de una enconada disputa por nuestra soberanía. Una vez más. Llevamos siglos peleando por ella; sólo que ahora el enemigo está difuminado, emboscado bajo conceptos ambiguos. No conocemos su rostro, ni siquiera conocemos el lugar donde se embosca. Es  ubicuo y anónimo. Incluso tiene, ocasionalmente, la habilidad de hacernos sentir culpables. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Es legítimo que quienes nos han prestado “su” dinero ahora lo reclamen con garantías.  Insinuaremos una verdad incuestionable sobre esas garantías. Ni una sola de las  que se ha exigido a Grecia, a Portugal, a Irlanda, a España, a Italia, pronto a Bélgica, a Holanda o a Francia, está pensada para hacer posible una vida mejor para las personas de cada uno de estos países. Los rescates o las políticas fiscales impuestas –por poderes ajenos y que suplantan nuestra soberanía- no están diseñados para los pueblos, sino para garantizar la devolución de su deuda a los bancos, mayoritariamente europeos. Es el capital, mayoritariamente europeo, el que devora a Europa  e intenta dejar sin contenido las democracias europeas.
        Cada rescate económico que el excedente financiero europeo ha llevado a cabo en los países más afectados por la crisis ha supuesto de hecho una invasión colonial y una intervención sin disimulo contra la soberanía de ese país. El rescate supone sometimiento pleno, ausencia de autonomía para gestionar los presupuestos nacionales, establecimiento de reglas impuestas por el capital europeo sobre las relaciones laborales, los salarios, los impuestos, los servicios públicos, la jubilación, las pensiones, los programas sociales. Las Constituciones nacionales han pasado a ser papel para envolver pescado, en el mejor de los casos.
        Y tenemos , además , la seguridad de que este sistema económico es inviable porque expolia los recursos que hemos de dejar en herencia a nuestros continuadores como especie y porque, buscando el crecimiento de sus beneficios, está marginando del negocio a las tres cuartas partes de la población mundial. La política fiscal que se impone como contramedida a la crisis económica sólo sirve para aumentarla. No sólo impide la generación de empleo, sino que continúa destruyéndolo. Como una pescadilla monstruosa que  se devora a si misma por la cola. Decae el consumo al aumentar el paro. Entra en colapso el mecanismo sobre el que han basado esa idea peregrina del crecimiento permanente. Ha habido otras crisis  antes; algunas muy bien estudiadas en su origen y en su desarrollo, como la del 1929. Algo deberían haber aprendido los que dicen esforzarse por sacarnos de ella.
            Somos  conscientes del daño masivo que produce la codicia de una minoría a la mayor parte de la humanidad. Deberíamos estar ya trabajando en el establecimiento de  sistemas de control sobre los procedimientos por los que se obtienen beneficios desmesurados a costa del empobrecimiento de grandes masas de población. En su lugar estamos permitiendo que el capitalismo nos esquilme, no ya de los medios de una subsistencia digna como el trabajo o la vivienda, sino de otro capital extraordinario, derechos sociales conquistados tras siglos de lucha en busca de la efectiva igualdad de los seres humanos ante las leyes. Mientras, en Somalia y en el cuerno de África, a mediados de agosto de 2011, miles de personas mueren de hambre. Esa perspectiva no podemos perderla de vista. Es el rostro más dramático del presente y la consecuencia más evidente de la injusticia que el capitalismo ha establecido como modelo de distribución de las riquezas y los recursos.
              Esa transformación será inviable si no recuperamos nuestra soberanía.
        Continuemos, pues, un poco más con la primera acepción del término soberanía.  He separado a  conciencia los términos “gobernar” y “gobernar(se)” porque en ese simple reflexivo se esconden muchos siglos de revoluciones sociales y de lucha por una sociedad más justa e igualitaria. No es moco de pavo ese pronombre. No. Y en ello estamos enfrascados ahora mismo, escribiendo un capítulo más, cuya manifestación más visible es el movimiento de los "indignados" reclamantes de democracia real. En los capítulos que siguen procuraré que el término soberanía encuentre su acepción más indicada, mientras contemplamos las actuaciones de los indignados que nos precedieron peleando por ella.
          

No hay comentarios:

Publicar un comentario