jueves, 13 de marzo de 2014

10.- ¿Cómo la misma cosa...?


            Para un observador de la izquierda sociológica que analiza el pasado reciente del país, pongamos que tomando como referencia el referéndum de la Constitución del 78, con cierta perspectiva temporal, esta equiparación de los dos partidos mayoritarios -"son la misma cosa"- pudiera resultar incomprensible y dolorosa.
            ¿Cómo la misma cosa? Aun reconociendo la importancia de todos los partidos, de derecha e izquierda, durante la transición a la democracia de forma pacífica, la modernización del país, su integración en Europa ha sido obra casi exclusiva de la izquierda representada por el PSOE. Y el denostado Zapatero extendió lo derechos sociales y políticos de forma extraordinaria. Recordemos la ley de dependencia, el reconocimiento de los matrimonios entre personas del mismo sexo, la inconclusa ley de la memoria histórica, la regulación de la independencia de RTVE, que respetó escrupulosamente incluso en sus perores momentos. ¿Cómo la misma cosa...?
            De pronto recordamos que esta sensación ya la tuvimos en la década de los setenta del siglo pasado. Daniel Bell,  sociólogo americano, profesor universitario encuadrado en un grupo de intelectuales de izquierda, publicó en 1960 "El fin de la ideología". Aseguraba que en Occidente había triunfado el capitalismo que acabaría atrapando con su mano de hierro  los sistemas políticos y económicos e imponiendo el pensamiento único: aceptaría la implantación de la democracia partidista, la teórica igualdad ante la ley para la ciudadanía; a cambio exigiría que aceptáramos las desigualdades económicas y la economía de mercado.
            En los países con democracias consolidadas, con partidos de izquierda - es decir, ideología de izquierda- en los arcos parlamentarios, la profecía de Daniel Bell no fue bien recibida y soportó críticas feroces, precisamente desde los partidos de izquierda.
            La Guerra Fría aún tenía como tarea pendiente escribir uno de sus capítulos más peligrosos para  la humanidad, el de la crisis de los misiles de Cuba, - último trimestre de 1962-, una tensa situación de enfrentamiento directo entre las dos potencias que estuvo a punto de desembocar en una guerra nuclear de previsibles consecuencias: nadie sería ganador y el mundo, -lo que quedara de él-,  habría vuelto poco menos que a la prehistoria. Nada parecía seguro en aquellas circunstancias.
            En España, cuando el libro se publicó, las ideologías, al menos en su manifestación visible, habían sido eliminadas de raíz, empezábamos a ver una mejoría económica después de los años de la autarquía y faltaban  muchos años para el advenimiento de la democracia.
            Cuando el libro llegó a nuestras manos, o cuando las circunstancias justificaron nuestro interés por su contenido,  el país era la pura contradicción de sus teorías. En el periodo pre-democrático se produjo una fuerte efervescencia de las ideologías, de la recuperación de un proceso político, de libertad, que había quedado congelado en el tiempo. Andábamos enfrascados en  la búsqueda del espacio político en el que ubicar nuestras esperanzas y nuestro anhelo, tanto tiempo postergado, de construir un país del que no tuviéramos que avergonzarnos ante nuestros hijos. Leímos ese libro y también nosotros negamos su acierto o su vigencia. Negamos su validez universal. Sospechamos entonces que era el análisis de un sociólogo que se conformaba con indagar a  su alrededor, en la acomodaticia sociedad americana de los años en que era la dominadora indiscutible de occidente y en su bipartidismo sin fisuras, y casi, sin diferencias ideológicas.
            Ahora, casi medio siglo después, la realidad obstinada y las pancartas del 15 M, nos hacen recordar que teníamos ese libro, olvidado y polvoriento, en las estanterías de la memoria. Como si la descarnada percepción de los indignados le devolviera la vigencia y la actualidad que nosotros le negamos un día, y, por su mediación, la profecía de Daniel Bell nos reclamara una merecida victoria moral.
            Hemos oído muchas veces en los últimos tiempos, -lo oímos cada día- , que ya no existen izquierda ni derecha. Y nos ha parecido un discurso de derecha, de la derecha que en España es capaz de definirse a sí misma como el partido de los trabajadores sin empacho, mientras prepara la reforma laboral más drástica que haya perpetrado ningún gobierno democrático. "Somos los que sabemos lo que hay que hacer, la gente de orden, los que hacen lo que dios manda..."
            A la izquierda, esta afirmación nos lastima y nos defrauda. Conseguir el poder nos ha costado mil veces más esfuerzo; nos hemos desgañitado para convencer a la sociedad de que nuestros análisis son más certeros y nuestras propuestas más justas y eficaces para superar las desigualdades. Nos hemos esforzado por demostrar que somos diferentes. Hemos hecho un largo viaje en compañía de nuestra ideología; somos conscientes de que una buena parte de la transformación del Estado se debe a que hemos transferido parte de esa ideología a las leyes que nos rigen, estamos convencidos de que esa ideología ha sido transformadora y eficaz.
            Es más, coincidimos con el diagnóstico del 15 M. ¡Esto no funciona! Teóricamente el 15 M. debería ser el rostro renovado de la izquierda sociológica. En su imagen hemos recuperado nuestra propia imagen del 68. Y una tremenda capacidad para denunciar los fallos del sistema.
            ¿Cómo la misma cosa? Pero, si la izquierda social os ha recibido como un soplo de brisa esperanzadora y húmeda,  de las que anuncian lluvia, en medio de los campos agostados. Pero, si sois nuestra esperanza en un tiempo de agotamiento y frustración.
            El esfuerzo por entender a qué se debe la identificación de ambos partidos mayoritarios nos hace pensar que se trata, sencillamente, de una cuestión de perspectiva.
            Más arriba hemos utilizado la metáfora de una partida de ajedrez en la que el Estado del Bienestar se ha estado jugando, uno por uno, cada uno de sus logros frente al capitalismo  desaforado.
            La perspectiva de los indignados es que las diferencias ideológicas, de haberlas, no resultan un instrumento válido. Los gobiernos de la derecha liberal europea juegan a favor del contrincante, le señalan las piezas que deben eliminar del tablero en cada jugada para garantizarse el triunfo final. Se niegan a utilizar los recursos de la Unión para defender los derechos de la ciudadanía. De forma esquemática  y simplista: control de déficit, empleo precario y mal pagado, recortes en los derechos de las personas. Y que mis bancos cobren sus intereses especulativos puntualmente. Se percibe que son un instrumento de los intereses del capital. Y, es cierto, no nos representan. No nos han representado nunca.
            ¿Y la izquierda? La nuestra, digo. Prácticamente no quedaba otra en toda Europa. Ha secundado al capital con sus reformas. Ha sentido pavor a la intervención del país. Ha abandonado prácticamente la partida sin ofrecer resistencia. Pues, tampoco nos representa.
            En las consecuencias que la actuación de unos u otros tienen sobre la vida de las personas, desde el horizonte indignado del presente lamentable, son la misma cosa. Estamos solos. O peor, en manos del enemigo al que nadie le ofrece resistencia. Los de abajo contra los de arriba. ¡Fallo en el sistema! Reiniciar.
            Si la ciudadanía no distingue entre unos y otros,  es  porque la actuación política, probablemente hace ya tiempo, renunció al verdadero soporte moral de la actuación humana, la ideología. Y la ideología no es otra cosa que una respuesta simple, pero de consecuencias muy complejas,  a una pregunta simple ¿El ser humano debe estar al servicio del enriquecimiento selectivo de una minoría o la producción de riqueza debe estar  encaminada a mejorar las condiciones de vida de la humanidad en su conjunto?          
            ¿La misma cosa?  Responded y ya habréis escogido una entre dos ideologías muy diferentes. Sí; toca reiniciar el sistema poniendo en valor la ideología. Los partidos han de responder a esa pregunta. Obligatoriamente. Y comprometerse a que la respuesta que nos den se plasme en sus programas. Todo lo demás es pura palabrería, envoltorio inútil, redes para pescar incautos o asegurar el voto de los fieles, prestos a dejarse enardecer por lemas oportunos que a nada comprometen, aunque se proclamen ante una multitud.

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