miércoles, 26 de marzo de 2014

11.- Lucrum, gaudium

                                                El beneficio (es mi) alegría 
                                                   (Aforismo romano)

          La visión de los observadores, intelectuales de diversa procedencia y orientación política, de cuya objetividad intelectual yo no he tenido motivos para dudar hasta ahora, ya que sus previsiones o sus juicios suelen cumplirse o son constatables para cualquier persona medianamente interesada, es que desde que comenzó a sacar la cabeza del huevo venenoso la serpiente de la crisis, en todas las democracias avanzadas de la tierra, la percepción de la ciudadanía es que el sistema falla.
             No deberíamos olvidar, a pesar de que buena parte de las consecuencias que nos azotan tienen su origen en nuestras propias debilidades culpables y en los desajustes que ha propiciado el deterioro institucional,  que todo empezó en los EE.UU. de América, uno de los paraísos del capitalismo sin trabas. Ellos abrieron la caja de Pandora, ya sabéis, aquella caja que encerraba todos los males de este mundo.
            No abundaré demasiado en el tema. Existía en los EE.UU. una ley, con vigencia desde el ¡1923! – porque en todos los momentos de la historia hay gente previsora- que separaba claramente la Banca de depósitos, la que atiende a los ciudadanos y gestiona sus cuentas y sus ahorros, de la Banca de inversión, la que maneja los mercados y persigue obtener beneficios- cuantos más y en menor plazo, mejor-  a toda costa, aun a riesgo de perder en ocasiones. Unos han de perder para que otros ganen en el mar inestable de las finanzas plagado de bucaneros amorales a los que el liberalismo extremo que domina la política de los estados ha concedido patente de corso.
            Para entendernos, la ley separaba claramente la banca del ciudadano medio, -cuyos ahorros eran imprescindibles para su futuro, para garantizar recursos en las épocas malas o una vejez decente-, de la banca de los que estuvieran dispuestos a arriesgar su dinero en ese juego de azar que llamamos bolsa y que consiste en apostar a que las acciones de una determinada empresa subirán mañana o se irán al garete la semana que viene. Consiste, también en amañar la realidad para que la previsión se cumpla. Se hace, desde luego. Y ese poder lo ostentan solamente los grandes grupos de inversión que mueven a diario miles de millones de euros en ese casino que rige nuestra vida.  
            Y las separaba porque en ese  juego, como ya he dicho, muchos pierden. Había que defender a toda costa de ese riesgo los ahorros de las clases medias, un significativo porcentaje, por otro lado, de la capacidad financiera de un país.
            Ajeno a la tácita advertencia que esa ley previsora había establecido, el pueblo americano en su conjunto,- clases adineradas,  clases medias, autónomos, pequeños ahorradores, obreros…-, confundido y atraído por la profusión de beneficios que la Banca de inversión estaba produciendo en los denominados “felices años veinte” del siglo pasado gracias a la dependencia europea, en plena ruina como consecuencia de la primera guerra mundial, se animó a participar en el juego especulativo e inestable del capital de inversión. Las consecuencias están en los libros de historia política y económica. La crisis del 29 se llevó por delante al país más poderoso de la tierra. Fue el primer gran terremoto universal del capitalismo moderno. Y fue universal, porque la ruina americana, como un tsunami que avanza desde el punto de origen del maremoto hacia las costas, arrastró al resto de los países desarrollados.
            En cierto modo, como ahora. Todo tiene su origen en el comportamiento de la Banca de inversión, en su persecución del beneficio rápido sin preocuparse de las consecuencias. Y en la permisividad de los estados.
            En 1999 esa ley de derogó. Ahí, en las Cámaras Legislativas Americanas, se gestó el comienzo de esta ruina. La Banca de los ciudadanos corrientes comenzó a arriesgar los ahorros de las clases medias en operaciones de inversión escasamente fiables y contaminó con su procedimiento a buena parte del sistema financiero mundial. Los primeros datos, engañosos y manipulados como sucede siempre en ese mundo sin frenos morales, permitían suponer que el beneficio florecía por todas partes, esperando solamente la mano dispuesta a capturarlo. De nuevo el espejismo del crecimiento infinito, perseguido por los seres más irracionales de la tierra, nos condujo a la catástrofe.
             En EE.UU. setecientos mil millones de dólares se fueron por las alcantarillas hediondas del descontrol y la ambición desmedida. Desconozco hoy si se han cuantificado las pérdidas del resto de la Banca mundial, atrapada en el “toco mocho” de las hipotecas “sub prime” y el resto de “basura” financiera que la Banca de inversión americana puso en circulación para minimizar sus propias pérdidas. Todo lo demás es consecuencia de aquel error impulsado por la ambición humana y por la tolerancia de políticos comprados por los intereses de los grandes grupos de presión económica sobre los gobiernos – da igual el color- de la que se autodenomina, sin razón aparente, la democracia más pura de la tierra.
            No es sino una manifestación más de ese paulatino golpe de estado con que iniciábamos estas páginas. El capitalismo  es un sistema económico amoral,- inmoral, si nos atenemos a las consecuencias- que persigue únicamente el beneficio  e ignora los derechos, las libertades, y el bienestar de los seres humanos en su conjunto. Teóricamente el poder político debería ser la fuerza correctora de las graves desigualdades económicas y sociales mediante el recurso de las leyes. Así lo concebimos; con esa esperanza mandamos a nuestros representantes al parlamento. En el fondo, la lucha por nuestra soberanía ha sido siempre un intento de frenar la ambición de los poderosos, las desmesuras del capital, las injusticias que derivan de su visión utilitarista del mundo y del ser humano.
            Para evitarse riesgos en su relación con el poder político, el capitalismo actúa con eficacia demoledora:  lo invade y lo domina mediante la colocación de sus peones en la esfera del poder;  lo corrompe con el señuelo de la riqueza entretejida en una red de complicidades;  lo destruye, si ofrece resistencia a sus proyectos, mediante el calculado uso de los medios de comunicación a su servicio,- son legión-  y la palabra comprada de muchos intelectuales de prestigio, atados al pesebre, si se me permite la licencia,  que cambian la honesta objetividad por una cuadra caliente y un pienso generoso , llámese financiación para proyectos de investigación, puestos relevantes en los consejos de dirección de empresas, invitaciones para impartir cursos o conferencias, cargos directivos, asesorías, cargos políticos, renombre, beneficios…
              El capitalismo, mientras hubo de convivir con el bloque comunista, hizo infinidad de concesiones al sistema democrático. No podía permitirse masas de obreros descontentos dispuestos a seguir el modelo soviético, especialmente en Europa, donde el riesgo de contaminación era mayor por la proximidad geográfica y por la existencia de Partidos Comunistas influyentes que habían asumido el juego de la democracia de partidos en algunos países, como Francia  e Italia. Aceptó que la sociedad más estable es aquella en la que todo el mundo se siente propietario y medianamente satisfecho de su vida. Permitió una cierta prosperidad y su reflejo en el sistema legal de los países. A la organización social, económica y política que derivó de esa tolerancia, alguien, con acierto supongo, la denominó estado del bienestar. La guerra fría y la amenaza nuclear sobrevolaban nuestras vidas.
              En otros lugares de la tierra el enfrentamiento con el comunismo fue infinitamente menos diplomático: guerras, algunas duraderas y costosas, como las de Corea o Vietnam, que surgieron como guerras coloniales para convertirse en enfrentamiento directo entre ambos bloques; apoyo sin disimulos a las sangrientas dictaduras militares de América Latina para cortar de raíz las veleidades socialistas de algunos gobiernos de la época; bloqueo riguroso de Cuba que dura hasta la fecha. Y, siempre, una alocada carrera armamentística, en la que el último recurso resultaba siempre el nefasto botón que podía devolvernos a la edad de piedra, en el mejor de los casos.
           Ahora, sin amenazas en ninguna parte, dueño del ruedo por fin, estima conveniente devolvernos a un estadio muy anterior en cuanto al nivel de vida, al reconocimiento de derechos y la teórica igualdad ante la ley que establece el sistema democrático en su propia definición. Los derechos son costosos. ¡Claro! Y las primeras formas de capitalismo que se desarrollaron en la historia de la humanidad se sustentaron en la esclavitud humana.
             El capitalismo y su fiel valedor en la esfera política, la derecha, no han vacilado en atacar al estado del bienestar, con la excusa de que es insostenible y que, a largo plazo, nos conducirá a una ruina irrecuperable.
            De un error, la tremenda crisis financiera que ha ocasionado la ausencia de regulación en sus actuaciones económicas,- delictivas en demasiadas ocasiones-   ambos cómplices han sacado una rentabilidad inesperada, la ocasión de desmontar el estado del bienestar y  la disculpa perfecta para todas las medidas  con las que afrontan su desmantelamiento paso a  paso.
            Han olvidado, probablemente, una constante de esta guerra secular por la soberanía: a veces, se producen significativos retrocesos en las conquistas de la mayoría, pero son momentáneas. El avance humano en la conquista de los derechos no se ha detenido jamás. 


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