lunes, 31 de marzo de 2014

12.- El cuarto poder que Montesquieu no mencionó


       Así pues, la visión de la ciudadanía y la  de infinidad de expertos en teoría política y económica por una vez son coincidentes. Los intereses económicos de una minoría privilegiada han suplantado a la legítima actividad de los poderes políticos como representante de los ciudadanos. Y esos intereses están reorganizando el mundo a su medida.
            Preguntarnos si es posible que la tormenta amaine y que podamos recuperar lo que ya hemos perdido quizá sea una pregunta pertinente ¡Claro que es posible!  Lo que ya no sabríamos responder en cuándo amainará, porque la tormenta tendrá diversos comportamientos según el mapa de la ruina y los plazos serán mucho más largos en las regiones devastadas. Dependerá, también, de nosotros. Nada pasa por casualidad en la organización social. Siempre es consecuencia de la influencia humana.
            Pero acabará. Los indignados que reclaman una reiniciación del sistema son la prueba evidente. La historia nos ha enseñado que, en la lucha por la soberanía, siempre acaban ganado los que la reclaman frente a los que intentan acapararla. Lo veremos en el breve paseo por la historia que he prometido. Y ahora no será diferente. Salvo que perdamos la esperanza de lograrlo. Es lo que pretende ese mensaje envenenado que habla de nuestra culpa –“vivíamos por encima de…”- y la inevitabilidad de las medidas.
            Y, desde luego, la sociedad civil que quiere recuperar la soberanía robada deberá establecer sus estrategias y estar muy convencida de su fuerza.
            Por lo que ya sabemos, la teoría política que sustenta la existencia del estado moderno desde la Revolución Francesa, -sin olvidar la influencia que tuvieron otras teorías en momentos precedentes- arbitra la separación de los tres poderes conocidos y establece que de  la relación equilibrada de esos tres poderes  y de su mutuo control derivan beneficios para la sociedad. Eso se ha comprobado como verdad incuestionable, con las excepciones derivadas de que todos los poderes los ejercen personas, sujetas al error o tentadas de ejercerlos al margen de la ley. Teóricamente, cuando el sistema funciona de forma correcta, corregirá las desviaciones e impondrá las penas pertinentes a quienes abusen del poder delegado en el ejercicio de sus funciones al servicio de la sociedad. Siguiendo con la teoría, en democracia el ejercicio de estos poderes deriva de una delegación de la ciudanía, implícita en el voto. Luego, es lógico que la ciudadanía controle cómo se ejerce cada uno de los poderes que ha delegado en sus representantes.
            La sociedad ha establecido reglas precisas para el comportamiento correcto de cada uno de los poderes establecidos y podemos poner ante los tribunales a los que no las cumplan. O podemos retirar la confianza a los que nos defraudan y apartarlos del ejercicio del poder con nuestros votos.
            Evidentemente, es teoría. En la práctica nuestra capacidad de controlar el ejercicio del poder ha sido burlada en demasiadas ocasiones como para confiar ciegamente en el sistema.
            Pero el problema primordial estriba en que nos habíamos olvidado del “cuarto poder”, el capital. Actualmente, en la mayor parte del mundo, se ha convertido en el poder determinante. Suplanta al poder político o lo controla por los procedimientos que ya quedan descritos, diseña nuestras vidas con sus reglas inhumanas, empobrece el catálogo de nuestros derechos, coloniza países, empobrece a grandes capas de la población,  nos diseña el futuro que beneficia a sus intereses, y conculca no pocos de los reconocidos como derechos humanos universales
            Sin embargo este poder omnímodo rechaza, a su vez, las reglas de control por parte de la sociedad humana. Aún más, ha incorporado reglas a la legislación de los países, sacrosantas en algunos lugares del planeta, que garantizan su absoluta libertad. Y actualmente tiene a su favor la globalización de la economía. Se ha convertido en una boa constrictor gigantesca que atenaza al planeta con sus anillos asfixiantes.
            La justificación por la que este “cuarto poder” rechaza el control de la sociedad civil hunde sus raíces en una teoría económica del capitalismo inicial, como más adelante se expondrá, -el liberalismo-, y en la fiera defensa de la propiedad privada que establecieron las primeras constituciones modernas, nacidas casi en el mismo parto que el capitalismo moderno y  obra de quien luchó primero por su soberanía en la Historia Moderna, la burguesía europea. El liberalismo asegura que el capital, libre de los controles del estado, generará beneficios que alcanzarán a toda la sociedad. Los segundos afirman que  el capital no es un “poder delegado” por la sociedad civil, es propiedad privada, por tanto no debe estar sujeto a su control.
            Esa justificación choca con nuestra percepción del origen del capital. Se acumula en manos privadas, desde luego, pero tienen un origen colectivo. La mayor parte de la riqueza la genera el trabajo humano. Y habrá que volver sobre la pregunta que nos planteábamos con motivo de definir la ideología. ¿Para qué generamos la riqueza de la tierra con nuestro trabajo? ¿Para el enriquecimiento de unos pocos, o parar mejorar las condiciones de vida de la humanidad en su conjunto?
            Y choca dicha justificación con nuestra propia experiencia colectiva. En primer lugar, la  ausencia de regulación del capital produce catástrofes de forma cíclica y de consecuencias muy negativas para la vida humana a escala planetaria. Y, en segundo lugar, alimenta siempre la tentación de suplantarnos en el diseño de la sociedad en la que queremos vivir, de suplantar a los gobiernos, vaciar de contenido nuestras leyes, instrumentalizarnos, manipular nuestras necesidades, arrebatar al estado su dimensión social, establecer no ya diferencias en la distribución de la riqueza, situación que ya teníamos asumida, sino diferencias insoportables en cuanto a la igualdad efectiva ante la ley, a la calidad de nuestra ciudadanía según nuestro grado de riqueza. Y ese es el origen del conflicto en el que estamos.
            En última instancia, la incitación al consumo desmedido en la que sustenta sus beneficios está esquilmando al planeta de recursos precisos para la supervivencia de la especie; y los sistemas de producción y de transporte generan- no hay la más mínima duda- un acelerado colapso de las capacidades regenerativas de la atmósfera terrestre, un acelerado cambio climático que pone en riesgo la propia vida en el planeta, al menos en las formas conocidas y actúa, contaminándola, de forma nefasta sobre el ciclo del agua, imprescindible  para el sustento de la vida. 
            Hecho el diagnóstico, nos cabe establecer el tratamiento. El “cuarto poder” ha de ser sometido, también, a reglas precisas. Es la única solución. El único soporte de nuestra esperanza en un futuro digno o, al menos, posible.

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