viernes, 18 de abril de 2014

15.- ¿Partidos...? ¿Qué partidos...?

       Los que hemos participado en el proceso de construcción de la España democrática, si vale el símil, comenzamos este largo viaje hace ya mucho tiempo. Veníamos caminando por caminos de tierra, sedientos, sin perspectivas halagüeñas que se ofrecieran a nuestra mirada. De pronto, en la lejanía, una pequeña estación de ferrocarril se recortó sobre la línea del horizonte. Nos esperaba un tren. Nos dijeron: “Sube, al menos no caminarás solo por estos campos polvorientos. Quien sabe…, puede llevarnos a alguna parte donde la vida sea más fácil”. Y subimos. Era un vagón incómodo, con asientos de madera, que traqueteaba como si fuese a deshacerse en cualquier momento. Lo arrastraba una pequeña máquina de vapor, lenta, asmática, quejumbrosa y contaminante. Nos tiznó las manos y la cara con el hollín de su caldera. La impoluta camisa blanca que nos guardaba nuestra madre para las ceremonias familiares, las visitas y los viajes estaba oscurecida, como la ropa de un minero del carbón. Pero, estábamos agradecidos. El viaje resultaba menos cansado, mucho más rápido y podíamos tener una perspectiva del paisaje. De pronto alguien nos dijo: “Hemos llegado. Este tren  cumple destino en la próxima estación”. Pensamos: “Algo es algo. Me ha evitado dar muchos pasos bajo el sol en horas de calor”. Pero, al bajarnos, otro tren esperaba. ¡”Un automotor!” exclamó alguien que había realizado ya muchos viajes. No era mayor que un autobús de línea, pero tenía un motor diesel y un aspecto brillante, de máquina recién salida del taller. Habían forrado los asientos de madera con un relleno más mullido. Pensamos: “El progreso. Ya nada es como antes, el viaje promete…” Y, ni rastro de hollín en la camisa. Cambiamos de tren en muchas estaciones. Y cada tren nos sorprendía. Sigamos el viaje, quizá nos lleve a alguna parte donde la vida sea más fácil, más gozosa, más justa. Peregrinos tras la esperanza del progreso. Fuimos en trenes que arrastraban infinidad de vagones, potentes, que nos llevaban por estaciones cada vez más populosas, más animadas, más lujosas. Viajamos, incluso, en coche cama, en Talgo; por fin, el Ave. Y nos sentimos seguros, convencidos de que nuestro viaje estaba mereciendo la pena.
            Ahora, acabamos de llegar a una estación desconocida. Fuera se presiente una multitud expectante, cariacontecida, que grita y enarbola pancartas. Nadie sube, y hay una multitud a la que han obligado a descender del tren en contra de su soberana voluntad. “¿Qué pasa aquí?” preguntamos. Siempre hay alguien que sabe las respuestas a cualquier pregunta. “Al parecer,- nos dice-, esa multitud ha llegado desde lugares diferentes para coger el tren, les dijeron que se prepararan a conciencia para el viaje porque este tren los llevaría al futuro. Pero ahora, alguien a quien no conocen anuncia por megafonía que el tren no acepta más viajeros, que se vuelvan a casa, que los costes del viaje ya no son asumibles y hay que garantizar los beneficios del accionariado; incluso han eliminado numerosos vagones y han obligado a bajar a un considerable número de viajeros habituales…”.
            Los de abajo, contra los de arriba..¡Qué más da quién tomó la decisión! ¡Qué más da quién estaba al mando del convoy! Nuestro viaje al futuro ha sido cancelado. Y ni se toman la molestia de dar explicaciones. No nos representan.
            El 15 M, aunque casi ninguno de los indignados tenga noticia de la existencia de aquel libro de Daniel Bell que hemos citado más atrás, ha llegado a la misma conclusión. El capitalismo, con su mano de hierro, dicta las normas y suplanta o corrompe la voluntad de los gobiernos.  ¿Ideología, para qué…?  ¿Partidos para qué…?
            Entre otras cosas, porque son el instrumento tradicional de participación democrática; porque han sido el instrumento de transformación del sistema legal que nos ampara; porque han de seguir siéndolo; porque han desarrollado en su trayectoria experiencias y procedimientos de organización que siguen siendo imprescindibles; porque no tenemos a mano nada que pueda suplantarlos.
            Reflexionemos todavía un poco más antes de arrojarlos por el desagüe de la Historia. Su obsolescencia – por utilizar un término actual- tiene arreglo. Al menos, eso pienso. Ya han demostrado muchas veces capacidad de adaptación.
            Aparentemente el Movimiento 15 M no desea el poder, en sentido estricto. Es de suponer que una pequeña parte del  voto indignado engrosará el porcentaje de Izquierda Unida; una gran parte se abstendrá – “No nos representan”- y surgirá algún partido al calor de la revuelta, testimonial, que con el actual sistema electoral no conseguirá representación parlamentaria y beneficiará, exclusivamente, al partido que parte como ganador en las encuestas.
            Hay voces que reclaman en la red un partido nuevo, alguna organización que recoja en su proyecto político y de cohesión social las iniciativas de los indignados. No es imposible, pero las dificultades son tantas y de tanta envergadura que casi convierten en quimera dotar a esa organización potencial en un instrumento con capacidad transformadora en poco tiempo. Y las soluciones que nuestro mundo necesita no pueden postergarse demasiado tiempo, o las consecuencias serán inabordables. Un partido recién nacido tarda años en resultar influyente en la elaboración de las leyes, al menos en el Parlamento Nacional. Juegan en su contra muchas fuerzas y no es la menor de ellas la desconfianza hacia lo nuevo que suele ser una máxima en política.
            Quizá lo más práctico resulte renovar el pacto social con los partidos existentes, como antes se enunciaba. Si la indignación logra la fuerza social que la convierta en voto deseable, será fácil. Y mi opinión por razones de proximidad ideológica y sensibilidad social es que la corriente que puede ser más receptiva se encuentra en los partidos de izquierda.  Tenemos que innovar. Y en política la innovación ha sido siempre un rasgo de la izquierda. Innovar tiene una dimensión social, de búsqueda de caminos nuevos para que cualquier organización mejore su utilidad para los individuos.
            Corresponde, ahora, a la izquierda cambiar la percepción de los ciudadanos.  Pero ya no bastan los discursos; llevamos toda la vida soportando la publicidad en nuestras vidas, sabiendo que es un instrumento engañoso y conductista. Habrá que desempolvar la ideología y convertirla, de nuevo, en la herramienta transformadora que nunca debió dejar de ser. Y devolver el libro de Bell a los estantes polvorientos, privarlo de su momento de gloria. Habrá que hacer política verdadera, “buena” política, teniendo de nuevo ante la vista el horizonte de la igualdad, de  la libertad,  de la participación y de los derechos que consagra la Constitución. Quizá de esa manera, los partidos de izquierda reconquisten el respeto de la ciudadanía, cuando demuestren que la fuerza del voto tiene un poder transformador, y no es sólo el instrumento por el que alcanzan el poder para olvidar, al poco, el compromiso de enarbolar nuestra bandera.
            Y si ello no resulta, si no fuera posible, si este golpe de estado incruento que venimos denunciando ha llegado al extremo de dominar definitivamente esta estructura de partidos que se reparten el poder, nos cabe un intento desesperado y, quizá, revolucionario de verdad, generar nuevos instrumentos de representación, aunque habrá que superar dificultades infinitas.

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