Juegan esta partida cínica ante nuestros propios
ojos. A un lado de este tablero se sienta el capitalismo deseoso de
recuperar posiciones de dominio : dejar al Estado, debilitado por la situación
económica y financiera y por su dependencia de la deuda, sin su capacidad
reguladora en las relaciones económicas y laborales (abaratar despidos,
eliminar convenios colectivos, asociar salario a productividad, establecer el
copago en servicios que nos garantiza la constitución, alargar la vida laboral,
modificar el sistema de pensiones… en fin, un salto atrás en la historia de las
relaciones laborales y en la calidad de vida de la población que depende de su
trabajo para vivir). Esas son las piezas que irán cayendo de forma
inevitable. Y en el nombre indiscutible del necesario crecimiento.
En
suma, que los factores productivos reduzcan su coste. Y que el Estado,
productor de servicios que financia con impuestos, quede reducido a su mínima
expresión.
Cualquier medida, menos tocar sus beneficios. Pues de ese crecimiento se
trataba.
Si la izquierda europea, los partidos socialdemócratas, no hubiera perdido su
identidad y sus raíces, probablemente la crisis se afrontaría con otros
instrumentos. Pero esta crisis la está gestionando la derecha europea. Y, en
España, la gestionará en breve, tal como anuncian las encuestas. (Buena parte de Los indignados de ayer se escribió antes de las elecciones generales de noviembre de 2011).
Y nos dirán desde la derecha política que no hay otro camino. Y ganarán las
elecciones con el beneplácito, en forma de voto, de los más desprotegidos. Por
eso la nunca suficientemente ponderada educación es tan necesaria para el
progreso verdadero de los pueblos.
Primero, para no dejarse manipular. En segundo lugar, para inventar caminos
racionales, justos y beneficiosos para la mayoría. Y la tercera razón, para
regular el comportamiento del capitalismo, para obligarlo a controlar el ansia
de enriquecimiento a corto plazo y a aceptar unas reglas de juego que incluyan
en el contrato social unos beneficios moderados y a largo plazo que permita
subsistir al sistema, aunque no sea este el modelo de sistema que pueda
generarnos confianza.
Al otro lado del tablero de esta feroz partida de ajedrez –eso desearíamos y
esa sería su obligación- deberían estar sentados los Estados en su vertiente de
representación política de los ciudadanos y a quienes hemos encomendado
defender las garantías que las constituciones nos otorgan, como derecho al
trabajo, a la vivienda, a leyes justas, a participar de los beneficios
sociales y económicos que nuestro trabajo y nuestra organización ciudadana nos
generan
Ya sabéis quien gana la partida por ahora.
Y en ella muchos perderemos, pero habrá diferentes tipos de perdedores.
De una parte, los que algo o mucho perderán, pero mantendrán medios de
supervivencia, aunque sean precarios; en esa posición están quienes puedan
mantener un puesto de trabajo, aunque con importantes mermas de salario y de
derechos.
De otra, los que lo perderán todo cuando hayan perdido su puesto de trabajo, y,
como la crisis parece duradera, la prestación por desempleo. Ahí justamente
empezará un drama desconocido y duro.
Y, en tercer lugar, los que no tienen nada que perder, porque a pesar de los
principios bienintencionados de la Constitución, aún no han conocido como
propios derechos fundamentales recogidos en ella.
Entre los teóricos a los que el capital les ha encomendado la rentable labor de
confundirnos, alguno habrá dispuesto a defender la tesis de que esta crisis es
una situación generada por las diferencias entre los propios perdedores, por la
economía dual, como la llaman, por la "injusta" situación de que
todavía haya algunas personas con trabajo fijo. Ya se ha hecho antes. Es una
estrategia que, a veces, genera beneficios. “Hagamos que los muy pobres
vuelquen su ira contra los que son sólo medianamente pobres. Mientras, sigamos
nosotros con la fiesta”. Como más adelante contaré, es "Ricardismo"
puro. Como referencia, los salarios y la precariedad de derechos de los
trabajadores en otras latitudes, fundamentalmente en China. Si aceptáramos ser
chinos, quizá la cosa iría mejor. Eso nos dicen.
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