viernes, 28 de febrero de 2014

8.- ¿Europa a toda costa?

  El 15 M no es un fenómeno exclusivo de España, afortunadamente. Se ha extendido por otros lugares de Europa y del mundo. Con diferente intensidad, las consecuencias que la crisis nos deja en la sociedad afecta a grandes capas de la población, especialmente a las capas de los más jóvenes, los que buscan su primer empleo o los que buscan dar forma  a un proyecto de vida. El paro juvenil -menores de treinta años- es el mayor de  la historia de Europa. Europa necesita corregir esta situación injusta y empobrecedora.
            Pero las medidas correctoras, todas  persiguiendo el control del déficit, no dan su fruto. Y responden a la ideología dominante. Son medidas de derecha, del liberalismo económico que se estrelló en la crisis de 29 sin atajarla. Y ahora vamos por el mismo camino. Crece el desempleo, no mejora la competitividad de las empresas europeas, no cesa el acoso de los mercados, al tiempo que los estados se ven incapaces de cuadrar sus cuentas por la disminución de sus ingresos y el aumento de los costes sociales. La sensación que se percibe es que  Merkel es íntegramente alemana y escasamente europea. Reconozco que la afirmación que sigue no es políticamente correcta, pero sírvame como disculpa, al menos, que es absolutamente cierta. Desde el siglo XIX no ha habido situación conflictiva en Europa que no haya tenido su génesis en actitudes alemanas, sin olvidar la ceguera de los vencedores en la Primera Guerra Mundial.
            Nos abruman cada día con los avatares de la prima de riesgo, las pérdidas de la Bolsa,  los sufrimientos del capital, pero el drama verdadero está en la vida de cada individuo sin horizonte, sin esperanza, sin futuro; en las colas de los comedores de beneficencia. Ese es el drama.
            Así que en nuestras reivindicaciones no podemos olvidarnos de Europa. Forma parte de nuestro problema, porque le hemos concedido parte de nuestra soberanía ¿Qué hacemos con ella? Las posibilidades no son demasiadas. Se han definido claramente en muchas ocasiones y todas tienen, desde luego, su carga ideológica y su razón de ser.
            Los nacionalismos y las posiciones populista que florecen en época de crisis institucional proponen que cuanto menos Europa, mejor para los países. Habrá que recordarles que la Unión Europea, en su génesis, surge como consecuencia de su conciencia de debilidad política y económica  en el mundo globalizado, buscando fortaleza. Menos Europa significa debilidad extrema en este mundo convulso. Es precisamente esta debilidad, por un diseño defectuoso, uno de los lastres que nos mantienen casi indefensos en la tormenta de la crisis.
            Los europeístas, entre los que me cuento, pensamos que mientras más Europa mejor, pero estableciendo una unidad política  y fiscal eficaces, que sirvan para superar los intereses nacionales que ahora nos atosigan. Una Europa más solidaria y más eficaz para afrontar los problemas comunes. Una especie de país multinacional, con el mayor producto interior bruto del mundo, con quinientos millones de habitantes, con un enorme grado de desarrollo en los derechos humanos y en las conquistas políticas y sociales parece un buen lugar para vivir. Habrá que corregir errores de diseño y fortalecer su influencia en el mundo, del que debería ser referencia. Ahora, sin embargo, es presa frágil frente a la especulación y al liberalismo radical que atenta contra las conquistas ciudadanas.
            Alguien habrá oído, sin duda, que Europa es insostenible porque un chino trabaja más horas que nosotros y gana 90 euros al mes. Es el mensaje cínico del capital que vive en la Europa desarrollada e incomparable en cuanto a los servicios y a la organización social, pero invierte en Asia, donde los pobres son legión y ninguna legislación protege sus derechos. Mañana la ciudad sin ley será África y allí acudirán a galope los cuatreros. A un ciudadano que recibe ese mensaje sólo le cabe la indignación del humillado. No puede modificar el orden establecido. La globalidad es un medio feroz. 
       Pero Europa si puede, con políticas comunes, coherencia y la fortaleza de su población, su desarrollo, su nivel de vida y su sistema legal. O debe intentarlo, defendiendo nuestro sistema de vida y nuestros logros sociales. Es su obligación y la nuestra. Porque Europa no es un ente de razón, somos nosotros, sus ciudadanos. No hay proyecto más digno para este continente, ninguno que nos uniera más, que humanizar ese sistema injusto e insostenible que conocemos como mundo global y que sirve de disculpa moral indiscutible para obtener beneficios inmorales y para la explotación humana donde se den las condiciones para ello.
            Hay quien piensa que basta con la Europa que tenemos, sin más unidad política ni fiscal; es el caso de Alemania. Le va bien así. Pero, por lo que vemos, sólo a ella. Exporta más que nadie a China, que es un mercado deseable. Debiera haber aprendido que, en pocos años, los chinos les copiarán los productos que importan. Compran para desmontar, analizar, y reproducir el modelo. Debiera saber que su mercado más seguro está en una Europa solidaria, si se toman las medidas para salir de la recesión. Quizá en esta posición podamos colocar, también, al Reino Unido, un socio poco convencido, que se ha reservado su moneda, su espacio económico a salvo de indiscretas miradas, y no es en absoluto partidario de mayor unidad política o fiscal.
            Por último, en el furgón de los agraviados, de los países más afectados por la crisis y más duramente golpeados por las duras condiciones que les han impuesto sus socios europeos, gana adeptos la opinión de que lo más saludable es abandonar la zona euro. Al tiempo, vuelven a ondear las esvásticas- su remedo evidente- y los neonazis llegan a algunos parlamentos. Mala señal.
La Europa a la que hoy aspiramos, en realidad, no ha existido nunca. Habrá que construirla, conscientes de que el punto de partida ha situado a los pueblos que la integran en puntos muy distantes entre sí. La organización primitiva de la sociedad que habitaba Europa era muy diferente en los dos parámetros que sirven para definirla: el tipo de organización familiar y las formas de propiedad y explotación de la tierra. Y esas manifestaciones, ni siquiera tenían que ver con la distribución de las fronteras nacionales que hoy conocemos.
El sur, el denostado sur, de Europa tiene una cultura milenaria, muy anterior al cristianismo, plasmada en su alfabeto , instrumento que deja cada hallazgo a disposición de las generaciones posteriores; en su organización social; en los avances de la ciudad y de las comunicaciones; en la creación de tradición y de cultura;  en su organización militar y en sus procedimientos de conquista y de colonización; en la organización de su economía; en el afán por dotar a su vida de comodidades y en la administración de los placeres; en la justificación moral de todo ello mediante el pensamiento organizado, la Filosofía; en el esfuerzo sistemático por comprender las reglas que marcan el devenir de los acontecimientos humanos y los fenómenos naturales, es decir , la Historia y las Ciencias. Todos esos aspectos nos hablan de una civilización no superior, sino única en toda la extensión del continente. Y tiene mentalidad abierta y relativizadora. Las bases de su cultura no son únicas; son la amalgama de muchas experiencias, el fruto de muchos mestizajes, el resultado del injerto de múltiples esquejes en el árbol milenario de una cultura rica, plural, e inclusiva. 
Eso ha hecho del sur un territorio poco dado a aceptar ninguna autoridad indiscutible. Durante algunos siglos el cristianismo, convertido en una forma de poder, cambió esa percepción de nuestra vida. Pero la religiosidad fue en muchos casos entendida como un convencionalismo social imprescindible; nunca garantizó una moralidad intachable en ningún estamento social. La libertad es el valor supremo. En el alma del sur siempre está presta a germinar la semilla de la rebelión.
Muy al contrario, el norte, hoy rico, rígido, soberbio, no salió, en realidad, de la prehistoria hasta el advenimiento del cristianismo que llevaba consigo el alfabeto latino y su capacidad de crear tradición escrita, instituciones aprendidas del sur y organización social en torno a una cultura compartida. Su principal elemento de cohesión fue, precisamente, la religión. 
Y cuando Colón andaba enfrascado en la labor de descubrir un nuevo continente, la Europa cristiana andaba enfrascada en su escisión más llamativa. La reforma protestante creía que la religiosidad del sur era impostada, instrumental, folclórica.  Y el credo protestante estableció su catecismo; en él quedó plasmada una verdad incuestionable, el capitalismo es de origen divino. La riqueza es un don de Dios. Un don individual con el que Dios premia al hombre bueno, que trabaja y se esfuerza por cumplir con sus mandamientos. La pobreza, pues, es un castigo, una señal de que Dios no aprueba tus actos. Y la búsqueda del beneficio no es otra cosa que seguir los dictados de la divinidad. Y si lo consigues, sin entrar en consideraciones sobre los procedimientos que empleaste, será señal de que Dios está de acuerdo con tus actos. No hay mayor legitimidad que el aplauso de la divinidad.
Los desencuentros sobre el procedimiento para afrontar el problema de   la deuda de los Estados más afectados por la crisis económica  tienen que ver bastante con los beneficios que la Europa rica obtiene de sus préstamos a la Europa pobre, desde luego. El problema es que en la raíz de esos desencuentros se alimenta aun de rígidos principios establecidos cuando el capitalismo andaba a la búsqueda de una justificación moral para su escala de valores, donde el primer lugar lo ocupa el enriquecimiento  y el último, la dignidad humana.
La Europa a la que aspiramos no existe. Habremos de inventarla superando infinidad de inconvenientes.
            Europa debe ser también un tema de reflexión, de debate y de reivindicación. O la corregimos o la desechamos. Y creo que desecharla entraña un retroceso inevitable en el mundo global que nos ha tocado compartir. Pero aceptarla con su diseño actual, con la prevalencia de los intereses nacionalistas que actúan de forma insolidaria no nos conducirá a buen puerto. En absoluto. Habrá que corregirla. La sensación que manejamos es que se trata de una Europa improvisada, que ahora es pasto de la derecha política con su inevitable proyección económica y un mensaje envenenado: legitimar las desigualdades, cada vez más acusadas, porque ese el único camino del progreso. El suyo, desde luego. Porque la idea del progreso que defienden nada tiene que ver con las condiciones de vida de los seres humanos, sino con el beneficio que obtienen a costa de los mismos.


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